domingo, 30 de septiembre de 2012

El pescador de lágrimas. Ilustrado por Juanlu


(Ilustración de Juan Luis López Anaya)

            En Ibiza, enganchada entre sus redes, un pescador ha recuperado un ánfora fenicia llena de lágrimas. Lo supo por el aroma de llanto. Son de las mujeres de los pescadores que la mar se quedó. En una de ellas, la más grande y cristalina, le ha parecido ver el rostro de su padre y ha sentido la fragancia de su madre.
            Después de abismar la vasija en el azul y empujado por brisas de gaviotas, ha remado rápido a puerto con deseos de abrazar a su mujer y decirle a su madre, con voz afable, que ya no hace falta que vuelva a llorar en el acantilado.
(Ilustración de Juan Luis López Anaya)

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Cuando terminé de escribir este relato supe, sin saberlo, que lo había escrito para que Juanlu dibujara la leyenda. ¡Gracias! Para los que no le conozcan, no dejéis de visitar su blog Ilustraciones para un loco.
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Con este microrrelato participé en la propuesta del mes de agosto (azul, marino) del blog Esta noche te cuento



viernes, 14 de septiembre de 2012

La cadena en "Cuentos para el andén"


Esta mañana, al levantarme, no me he visto en la cama y me ha extrañado. He ido al cuarto de baño, suponiendo encontrarme allí, pero tampoco estaba. Asustado he despertado a mi mujer y se lo he dicho:
— Cariño, que me he levantado y no me encuentro.
— Eres tonto, para esa idiotez me despiertas...
Me he vestido rápidamente, y sin afeitarme, pues nunca supe hacerlo sin verme, bajé al garaje. Faltaba el coche rojo de mi mujer, por lo que supuse que me lo habría llevado yo. Cogí el mío azul y me fui a trabajar.
Al llegar a la empresa vi que mi plaza de garaje estaba vacía, y me sorprendió que yo ya no hubiera llegado. Subí a mi despacho, esperando encontrarme allí, pero no estaba.
Cuando vino mi secretaria le pregunté:
— Nuria, por favor, ¿me has visto llegar esta mañana?
— No...Vengo de por un café.
— Bueno, pues si me ves dímelo, y hazte a la idea de que no he venido hasta entonces —y me encerré en el despacho, preocupado por lo que me hubiera pasado.
Despaché los asuntos más urgentes pues no quería que cuando llegara tuviera el trabajo retrasado. Siempre me ocurre lo mismo, y es que cuando me concentro me olvido de lo demás, y así llegó la hora de comer. Me pasó a buscar el jefe y me dijo:
— No te he visto esta mañana desayunando...
— Ni yo mismo me he encontrado, ni desayunando ni en ningún otro sitio, tengo un lío impresionante... así que he aprovechado mi ausencia para poner todo al día.
No tenía yo el cuerpo para comer, de modo que me disculpé y le pregunté a Nuria si había tenido llamadas.
— Si, pero... me has dicho que como si no hubieras venido...ten, estos son los avisos.
Revisé rápidamente las notas, que si se aplazaba la reunión del lunes, que si habían traído el coche de mi mujer del taller, que si los componentes estarían para mañana y demás, pero el aviso que buscaba no estaba y me sorprendió, pues siempre que voy a llegar tarde llamo por teléfono. Me empecé a preocupar por lo que me hubiera pasado, pero seguro que me encontraba, pues no soy de los que se pierden por ahí.
Bajé al garaje, y me alegré de ver allí el coche rojo de mi mujer, señal de que andaba por allí. Subí rápidamente a la oficina y por más que me busqué no me encontré.
Me fui a casa preocupado, pero pensando que como siempre había en la fábrica algo urgente de solucionar, pues que en ello andaba.
Al llegar al hogar me sorprendí de que no hubiera vuelto. Pregunté a mi mujer:
— Hola cariño, ¿me has visto?
— Ni te quiero ver —me contestó—, mira que despertarme esta mañana en lo mejor del sueño para una patochada.
Miré por toda la casa y no me encontré hasta que abrí el cuarto de baño de los niños, y me dio una gran alegría verme sentado en la taza leyendo mi novela favorita.
— ¡Pero soy tonto!—me insulté—. Todo el día buscándome y me encuentro aquí sentado... ¿Se puede saber qué hago ahí? ¿No he pensado en ir a trabajar o qué? ¿Y no he pensado en mí? ¿Me puedo imaginar lo mal que lo he pasado? —Vamos que me eché una bronca de muy señor mío, mientras me observaba allí sentado.
— Verás —me respondí desde la taza—. Recuerdo que mamá dijo que no me levantara sin tirar antes de la cadena, y aquí estoy sentado desde anoche que me fui a acostar sin hacerlo. Y el que tenía que estar enfadado soy yo, que llevó veinte horas esperándome.
— No si al final voy a tener yo la culpa —me dije.

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Relato incluido en el número nueve de "Cuentos para el andén". Podeís descargar la revista en pdf pinchando aquí.

viernes, 7 de septiembre de 2012

Junta extraordinaria. Finalista


El jurado de La Esfera Cultural para la convocatoria "Historias de portería" ha determinado que Junta Extraordinaria sea finalista. Si queréis leer el ganador y el resto de finalistas pinchad aquí.
Os dejo a continuación la grabación de La Voz Silenciosa y el relato, pues me hace ilusión que aparezca en el blog.









Todos los niños, menos uno, están en la calle. Echan una carrera de chapas. Hoy no juegan con el balón, por ello, la puerta del edificio no hace de la habitual portería del campo de fútbol callejero. En el tercer piso, desde el balcón que tiene ropa tendida, un chico observa a los chavales. Sale una mujer, da un pescozón al muchacho que se mete en la vivienda. La señora mira hacia abajo justo cuando llega un furgón funerario. Se santigua, retira del tendedero una camiseta de fútbol con el número nueve y desaparece.

Abajo, los niños han dejado de jugar y atisban, arremolinados, a dos empleados que, junto con el portero de la finca, descargan un féretro. Lo introducen en el interior. No cabe en el ascensor. Intentan subirlo por la escalera pero no toma la curva del descansillo. Los vecinos van apareciendo. Hablan. Los empleados funerarios colocan unos caballetes en el estrecho portal, la caja encima y se marchan.

Se abre la puerta del ascensor y aparecen dos hombres de pie, abrazados. Uno es el portero, el otro tiene aspecto cadavérico, con la cara amarilla, en la que el barniz no ha conseguido maquillar un hematoma redondo de unos veinte centímetros que ocupa medio rostro. Varios vecinos, como ven que no pone nada de su parte, ayudan a sacarlo y lo meten en el ataúd.

El portal se llena de sillas y mujeres. El portero sale a la calle y manda a los muchachos que se alejen. Obedecen, se van con sus chapas a la acera de enfrente. Hace aparición una mujer enlutada que llora, grita y besa al muerto. El zaguán no anda sobrado de espacio. Colocan una silla de formica en el ascensor y la viuda se sienta dentro.

Los que pasan por delante del edificio ven el cadáver expuesto en el féretro, como si echara un último vistazo a la vida. A la derecha, una fila de mujeres sentadas que hablan de las cosas de los vivos. Al fondo, el ascensor con la puerta abierta y la viuda como en una hornacina. A la izquierda, un liviano pasillo por donde transitan, a empellones, quienes quieren acceder a su piso o a condoler a la familia.

A las diez de la noche llega una joven vestida con traje de servir, lleva un soldado colgado del brazo. Se santiguan, dan el pésame a la viuda y se ocultan en el rincón oscuro bajo la escalera. Al rato, los gozos se confunden con los sollozos.

La viuda vela sin moverse de la silla. Alguien llama al ascensor y la mujer desaparece pero no tarda en descender. Le acompaña el portero que lleva una escalera de mano y un letrero. Le hacen hueco. Alguien susurra que es la última voluntad del muerto. El hombre coloca la escalerilla por encima del féretro y cuelga en la pared un cartel que dice «Se prohíbe jugar a la pelota».

La viuda, en el ascensor, se enjuga una lágrima perezosa.