Sus
zapatos negros, gruesos para evitar la entrada del agua, rara vez vieron el
lustre, salvo recién comprados, o cuando asistió a alguna boda o entierro de un
amigo. Le permitían tener los pies en la tierra, evitando navegar por las nubes
y que el agua de la calzada le entrara a humedecer su vida. Eran arrastrados
por dos arqueadas piernas, escondidas bajo sus viejos pantalones de pana negra,
consumidos pero limpios, que sostenían su cuerpo rechoncho y fuerte. El torso
era amplio para poder abarcar la inmensidad de su corazón y estaba oculto por
una camisa que en sus orígenes fue verde, pero que con el paso por la tabla de
lavar había ido perdiendo su textura y ya era casi blanca. Su cuello, grueso y
corto, salía de la camisa como un roble majestuoso, desgastando la tela hasta
deshilarla. Su corbata, verde oscuro, no conoció nada más que un nudo, el que
le hizo su amigo Blas para la boda. Su rostro era panel de bondad, alegre, con
algo de mentón y una boca con labios finos y dos filas de jalbegados dientes,
que tantas satisfacciones le dieron en el buen comer. Encuadrada por los dos hermosos paréntesis de su frecuente sonrisa, por ella
manaba la sabiduría con sonido claro y potente. Los ojos pequeños y color miel,
vivos y alegres, estaban separados por una nariz un poco ancha y terminada en
una pequeña pelota, que si hubiera sido un poco más grande hubiera justificado
su buen humor y socarronería. Sus cejas abarcaban justo el arco de los ojos, y
eran los últimos pelos que se podían encontrar hasta llegar a la nuca. La cara atezada,
con centelleantes puntos de plata, no mostraba muchas arrugas, pero en medio de
su carrillo izquierdo tenía la marca redonda de cuando le quemaron el carbunco,
a modo de medalla por sus cristianos sentimientos. Su pelo era tomillo albar y
se peinaba con una raya en medio, tan ancha que solo dejaba espacio para unas
matillas encima de las orejas. Su gorra de pana, verde y con visera, además de
evitarle coger frío, le retenía los sueños.
Con su
paso vacilante se dirigía todas las mañanas a las ocho a encender la estufa,
Tizona por nombre, de acero negro fundido en Vizcaya, según rezaba en una placa,
y con una mella junto al picaporte, para que cuando llegaran los chiquillos la
escuela estuviera templada. Después de abrir la puerta de la sabiduría, con la
llave hueca que tantos orzuelos había sanado, el viejo olor de los jóvenes
cuerpos le recibía como incienso purificador. En la percha de nogal con cuatro
brazos y tres patas, una de ellas rota y apoyada en una piedra de granito, dejaba
su abrigo y la gorra, pero la bufanda negra le acompañaría toda la mañana, y la
chaqueta de pana siempre. Tras prender la estufa y calentarse las manos fuertes
y firmes, subiría a su estrado crujiente, situado en medio de la sala, y de un
cajón sacaría dos libros —uno de historia, con un romano blandiendo una espada
y otro de caligrafía, también con otro guerrero dibujado pero sobre una
cuadriga— y un cuaderno de pastas duras con la contabilidad, todos ellos
situados bajo Sonetos del amor oscuro.
«17 de
enero de 1942, una carga de leña, setenta y tres céntimos», anotaría en el
libro de cuentas. Posteriormente hojearía los gastados libros de texto por las
lecciones previstas para esa mañana, más por costumbre que por necesidad, pues
hacía años que estaban grabados en su memoria.
Aquel
día, en la pizarra de los mayores, situada en el ala izquierda de la sala,
escribiría con letra gótica el origen de la reconquista española, dibujando un
Don Pelayo en lo alto de una roca con una espada en una mano y una cruz en la
otra. Después, y haciendo un alto en la estufa, embellecería el encerado de los
pequeños, situado en la otra ala, con un hermoso conejo royendo una zanahoria y
unas letras grandes y redondas con la frase a copiar: «El conejo come comida».
A las
ocho horas y cincuenta minutos saldría a la puerta de la escuela, situada en las
afueras del pueblo, lejos de las cochiqueras, gallineros y cuadras, pero no lo
suficiente de la intransigencia. El edificio había sido construido con piedras
berroqueñas, cercado por un muro sin rejas, y estaba a tres peldaños de altura
de la calzada. Dos pequeñas torres hacían guardia a la entrada, con sendas
esferas, a modo de peones de ajedrez, y un verraco de granito paciendo
eternamente. Los niños con ropas maltrechas, sietes remendados, con albarcas o
sin ellas, con legañas o sin ellas, iban haciendo aparición entre la tenue
niebla, camino del despertar.
Aquella
mañana Don Florentino los recibía sin saber que sería su última clase.
* * *
Relato incluido en la revista «¿Español? Sí, gracias», publicada en Polonia
por la Editorial Colorful Media para aprender español. Va acompañado de un amplio vocabulario en polaco.
Aunque es un relato de
ficción, la descripción del personaje es un retrato de mi padre, maestro
nacional.
Pinchad en la foto para
ver el original y aprender algo de polaco.