(A Cristina y Helena)
—Pero ¿qué está pasando aquí? —pensé
cuando el líquido en el que vivía desde hacía unos meses se escapaba.
Hasta la fecha me las había apañado
muy bien solito en mi mundo: aparte de dormir, comer y dar alguna que otra
patada, no tenía mucho que hacer, salvo chuparme el dedo.
Me pasaba todo el día con mi mamá,
allí donde fuera, yo la acompañaba. De mi papá poco podía decir, solo que al
llegar del trabajo me solía despertar del sueño nocturno.
Cuando me quedé sin líquido en el
que moverme experimenté una sensación extraña, pero enseguida, al percibir aún
más la cercanía de mi madre, me sentí seguro. Este estado duró poco tiempo,
pues pronto empecé a notar que me presionaban. Yo estaba boca abajo y no podía
moverme. Bueno, la verdad es que últimamente disponía de poco espacio para
desplazarme, pero como con todo, uno termina habituándose. Mi mamá no paraba de
trajinar por todos lados hasta que la fuerza empezó a ser periódica. Esto no me
había pasado nunca.
Al poco vino mi padre, cosa extraña
que volviera del trabajo tan temprano, y salvo cada diez minutos que mi madre
se sentaba, no dejábamos de movernos de un lado para otro. Sin embargo, justo
al pararse era cuando a mí me empujaban con mayor intensidad, y mamá empezaba a
respirar de una forma a la que no me tenía acostumbrado, produciendo un sonido
que nunca había oído.
En el momento en que la presión que
sentía en la espalda y por todos lados se hizo muy intensa, a mi padre le dio
por darnos un paseo en coche, y además dando muchos frenazos y haciendo sonar
la bocina constantemente.
Al rato parece que todo se relajó un
poco, y noté cómo mi madre se acostaba, pero también empecé a preocuparme
porque la oía dar voces. Yo sentía cómo mi cráneo empujaba hacia un pequeño
agujero que poco a poco se iba agrandando. Me empezó a doler mucho la cabeza y
el oír gritar a mi mamá no me ayudaba nada. El sufrimiento fue en aumento, más
intenso y fuerte. Gritos de mi madre. Tortura. Daño. Tormento. El corazón me latía
muy deprisa y el de mi mamá también, aquel maldito hueco era muy estrecho y
otra vez. Gritos. Dolor. Suplicio. Y así hasta un último empujón que hizo que
mi cabeza saliera del vientre de mi madre.
—Vamos, un esfuerzo más, que ya ha
pasado lo peor —oí decir a una voz desconocida.
Cuando por fin todo mi cuerpo pasó
por aquella puerta, mis dolores desaparecieron y mi mamá dejó de gritar. Abrí
un poco los ojos y, con los pies arriba y la cabeza abajo, vi por primera vez a
una mujer que me tenía sujeto por los tobillos, momento que aprovechó para
darme una azotaina. El aire entró por la nariz y salió con rapidez por mi boca
un sonido extraño, pero que pareció alegrar a la comadrona, pues me dio la
vuelta y con las manos enguantadas me abrazó protocolariamente, como se abraza
a cualquier extraño al que ayudas y luego te da las gracias, era mi deber, mi
trabajo, no te preocupes, una palmadita en la espalda y a otra cosa. Supongo
que la buena señora estaba acostumbrada a recibir nuevos personajillos en este
mundo y tendría ganas de irse a fumar un cigarro, de modo que este abrazo, el
inaugural de mi vida, fue un poco de compromiso, algo así como: «Bienvenido,
chaval, que me has fastidiado la final de Gran Hermano». La verdad es que lo
recuerdo con mucha ilusión, y dado que aquella mujer fue el primer humano que
vi, la constituí en mi patrón de belleza.
Del segundo abrazo que recibí me
acuerdo de todo: el cariño, la ternura, el contacto de mi piel sobre la suya,
los labios sobre mi cara, unas manos que me abarcaban todo, y las palabras que
lo acompañaban. Mi manita agarrando su inmenso dedo índice mientras que con el
pulgar me contaba los deditos, luego con la otra, y los besos en la frente y en
los ojos, el susurro, el mi cielo, mi amor, qué guapo es, a quién se parece.
Sobre todo recuerdo el halo de amor que mi mamá emanaba y me abrazaba por todo
el cuerpo, que nunca en mi vida olvidé ni dejé de sentir. Si la comadrona era
la unidad de belleza, la de mi madre era el infinito, y eso que acababa de
sufrir mucho, que cuando días después la vi sin dolor, fue el infinito y más
allá. Lo mismo me pasó con el abrazo, ningún otro llegará a alcanzar el clímax
de amor que el que me dio mi mamá aquel primer día.
De pronto me apartaron del paraíso y
en volandas me depositaron en los brazos de un hombre joven que, por la lágrima
que le salía a modo de estigma, deduje que era mi padre. A pesar de tener los brazos
musculosos y las manos fuertes, su abrazo era flácido, sin sustancia, dejándome
caer la cabeza hacia atrás de forma que apenas me permitía verle. Queriendo
pero no sabiendo cómo ni dónde tocarme y besarme, me dio un tímido beso en la
frente y, mudo, sin saber qué decir ni hacer conmigo, mirando a los demás, me
entregó en los brazos de mi abuela. Y pues eso, que papá debería mejorar mucho
para acumular unidades de belleza, y realizar muchas prácticas para aprender a
abrazar, pero de eso ya me encargaría yo, a partir de la primera noche en vela.
Y el abrazo con el que me recibió mi
abuelita…, pero eso es otra historia.
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Pinchad en las fotos para ver el original y aprender algo de polaco.