Mi abuela
se recogía el moño con aquel tipo de redecilla, pero no era lo mismo. A mí me
gustaba mucho más en las larguísimas piernas de las bailarinas que anunciaban
las funciones del Teatro Chino de Manolita Chen. Por entonces, yo estudiaba en
el seminario de Toledo pero, al llegar el verano, volvía a Talavera de
vacaciones y echaba una mano a mi madre, como recadero en su mercería. Cuando
tenía quince años, la mañana del primer día de las ferias, una joven de belleza
forastera trajo varias medias de nailon para que mi madre le cogiera los
puntos, pues la zurcidora del teatro se había roto. Así fue como conocí a
Adelina Li-Mee —cuyo significado chino dijo ser «flor de almendro»—, una chica
que quería ser cantante y vedete, pero aún no tenía la edad. Por la tarde se
las llevé reparadas, y me lo enseñó todo: el mundo multicolor tras bambalinas,
dónde finalizaban las piernas con medias de mallas, cómo se colocaban las
ligas, qué se ocultaba bajo las estrellitas sobre los pechos… Todo. Agradecido le entregué mi
virginidad. Cuando terminaron las fiestas, Li-Mee se marchó con el teatro, y se
llevó mi vocación.