(Tomada de Internet)
«¡Que no me llamo Pilar, abuelo, que
soy Ana, su nieta!», le decía. «Eso es lo que tú te crees, que eres su nieta.
¡Esos lunares, Pilar, esos lunares!» Sé que no se confundía, pero fue feliz
viéndome como la abuela.
Me crié en la creencia de que mi
abuelo había muerto en la guerra. Todos los años, por San Juan, la abuela Pilar
cambiaba el hábito de penitente por una falda estampada y una blusa blanca,
metía dentro de su vieja maleta de cartón piedra una hogaza, unos embutidos y
una manta y, sin decir nada, se iba de vacaciones al pueblo. Esos días el
silencio flotaba en casa, mi madre aprovechaba para limpiar la plata y mi padre
para pegar palillos en el interminable galeón. Al regresar, tres días más
tarde, se vestía su hábito y todo volvía a la normalidad.
Aunque mi familia era de Belchite,
al estallar la guerra vivían en Madrid. Luego, mi abuela y mi madre se vinieron
a Zaragoza. Al hacerme mayor descubrí que las guerras también matan paisajes y
pueblos, por eso pensé que la abuela iba a visitar a sus primos hermanos a Belchite nuevo.
Al finalizar mis estudios me
independicé. Un tarde de junio de 1973, la abuela, que ya andaba pachucha, se
presentó en mi casa y me contó lo de sus escapadas al pueblo. Los tres años
siguientes, pasé la noche de San Juan con ella, en la puerta de las ruinas de
la iglesia de San Agustín, esperando al abuelo. Antes de morirse le prometí que
durante un tiempo prudencial acudiría a la cita en su lugar.
En el solsticio de 1978, unos meses
después de la amnistía, estaba yo sentada dentro del coche, a la entrada del
templo, cuando vi acercarse a un anciano. Con el bastón como brújula
desimantada señalaba los edificios derruidos tratando de orientarse. Un
calambre recorrió mi cuerpo y me espadañó el vello. Bajé del coche, me dirigí
hacia él. Al verme, tiró la garrota y empezó a gritar «¡Pilar, Pilar!». Corrió
y se abrazó a mí. Me balbucía que no había cambiado nada, que seguía igual que
entonces. Yo lloraba tanto que no podía hablar y sacarlo del equívoco.
Lo llevé a mi casa. Cada vez que le
aseguraba que era su nieta, me sonreía, me besaba en la frente y me acariciaba
la base del cuello, «Esos lunares, Pilar, esos lunares que tantas veces he
soñado».
Una noche de finales de julio me
llamó desde su habitación, «¡Pilar, Pilar, tengo mucho frío!». Cerré las
ventanas, lo arropé con la manta de la abuela, me tendí a su lado y lo abracé.
Se durmió.
Debió de ser muy hermoso pasar el
último mes de su vida viviendo con la imagen perenne de la persona que amó, el
mismo rostro que había llevado en una fotografía en blanco y negro durante
cuarenta años.
Las del 78 fueron las mejores vacaciones de «Pilar», del abuelo y mías.
Las del 78 fueron las mejores vacaciones de «Pilar», del abuelo y mías.
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Este relato ha sido seleccionado, junto con
otros 54, para ser incluido en el libro que La Esfera Cultural editará con el título
«¿Vacaciones?, si yo te contara...»